Los ataques contra diversas Embajadas
de EE.UU, incluyendo el asesinato de su Embajador en Libia y el incremento de
las tensiones en Oriente Medio, parecen haber quitado la venda de los ojos a
muchos bienpensantes occidentales (quizá yo debiera incluirme entre ellos).
Aquellas movilizaciones y derrocamientos de regímenes entre otoño de 2010 y
febrero de 2011 en Túnez, Siria, Libia, Yemen, Líbano o Egipto contaron con un
prudente silencio de la UE y un cauteloso apoyo de EEUU. Parecía que era una
oportunidad que no podíamos dejar escapar porque, en teoría, el espíritu de
aquellas movilizaciones era una apertura hacia sistemas basados en la libertad,
la convivencia y el respeto a los derechos humanos. Al menos eso era lo que nos
decía, al menos eso era lo que millones de jóvenes pensaban en aquellos países.
En lo que nadie reparó, parece, fue en las consecuencias de todo aquello si
salía mal, en si iba a ser peor el remedio que la enfermedad y, sobre todo,
quienes estaban realmente detrás (aparte del inocente y apasionado apoyo
social) agitando esas revoluciones. Pasados dos años, nadie puede decir que
occidente, a diferencia de otras ocasiones, haya entrado allí tratando de
imponer nuestro modelo de civilización, sino que, más que nuca, se les ha
dotado de los instrumentos para que en el ejercicio de su autonomía, pudieran
construir nuevos sistemas políticos en los que imperara el Estado de Derecho y
la Libertad. Y pasados dos años nos hemos despertado viendo como quienes
ostentan el poder en algunos de esos países ejercen el poder de manera
autoritaria sobre la base del islamismo más radical y como en otros ante la
debilidad de sus autoridades, tribus y grupos organizados practican el terror,
el chantaje y la amenaza. La pregunta obligada es si sus ciudadanos hoy tienen
más derechos y viven mejor que hace dos años. Y la respuesta evidente, incluso
para quienes más pudiéramos detestar esas dictaduras o esos regímenes más o
menos autoritarios, es que no. Incluso parte de esa izquierda occidental que
miraba con entusiasmo estos movimientos, reconoce que se han perdido los escasos
avances que, incluso en esos regímenes, se habían producido. ¿Era el objetivo
de tanto apoyo y entusiasmo dar el poder a los Hermanos Musulmanes?
Es innegable que aquellos
movimientos, junto a una realidad nacional que no voy a negar, fueron fuente de
inspiración para quienes impulsaron, fomentaron y apoyaron lo que aquí en
España se denominó “Movimiento 15-M”. Sin duda un movimiento de esa magnitud debía
ser escuchado y tenido en cuenta, pero a diferencia de la primavera árabe, aquí
hubo quien trataba de deslegitimar un sistema político e institucional que precisamente
allí servía de espejo para sus movilizaciones. Cientos de miles de personas en Oriente
Medio se movilizaban ante los ojos de ciudadanos y medios europeos (españoles) buscando
algo similar a lo que aquí dichos ciudadanos deslegitiman.
Desde que comenzaron esos movimientos
en España siempre he mantenido la misma idea. Tenemos el mismo sistema (con
ventajas e inconvenientes) que teníamos hace 10 o 15 años, cuando nadie se
planteaba todo esto. El surgir de estos movimientos en España no se puede
disociar de un agravamiento de nuestra crisis, incremento del paro, pérdida de
calidad de vida y de oportunidades, e importantes riesgos de fractura social y
desigualdades, y esos movimientos tampoco podían disociarse de la respuesta que
el Gobierno de entonces dio a dicha crisis. Por lo tanto, el problema no era el
sistema, sino el Gobierno. Y hubo quien aprovechó para, tratando de diluir sus
propias responsabilidades o las responsabilidades de a quienes venían aplaudiendo
y jaleando, alimentar ese mantra de que había un problema endémico en nuestro
sistema, en nuestros políticos o en los partidos.
Pero no me interesa en este post
analizar el origen del 15M, si son o no fundadas algunas de sus
reivindicaciones, o tienen razón quienes creen que ciertos aspectos de nuestro
modelo deben ser revisados. Sólo diré que aquel debate hoy sigue presente en la
mente de quienes pertenecemos a un partido político, que nada es inmutable y
que siempre es positivo revisar, hacer introspección y ver en qué nos hemos
equivocado y cómo podemos mejorar, sobre todo para seguir gozando del mejor
sistema político que España ha tenido en su historia y que ha proporcionado la
mayor etapa de estabilidad y convivencia. Eso es una cosa, y deslegitimar el
todo es otra.
Y es en eso en lo que gran parte
de aquel movimiento ha degenerado.
La difícil situación económica
por la que atraviesa España obliga a los gobernantes a tomar decisiones a veces
muy duras, y son tan graves algunos de los problemas que afrontamos que es obligado,
precisamente, revisar, algunos aspectos y parte de nuestra estructura, de
nuestro sistema económico y social, para salir más fuertes de esta crisis y,
como país, estemos mejor preparados para afrontar crisis futuras. Es en eso en
lo que está el Gobierno de España, receptor de la peor herencia que un Gobierno
democrático ha tenido en España, y determinado a tomar cuantas medidas sean
necesarias para salir de la crisis, tratando de ser equitativos en los ajustes,
intentando que nadie se quede tirado, y sentando las bases para una economía
más fuerte que la que hoy tenemos.
Yo confío en que acierte, y la
esencia de la democracia, de las democracias occidentales basadas en la
representación política es esa. Podrán acertar o no, algunos confiamos y otros
no, una gran mayoría les votamos y otros no, pero afortunadamente tenemos un
sistema político que somete a los Gobiernos al control parlamentario y, sobre
todo al control de los ciudadanos, que los ponen o quitan en el libre, repito,
libre ejercicio de su derecho a elegir quienes quieren que les representen. Es
decir, quienes legítimamente hoy representan a los ciudadanos dueños de la
soberanía, son sus representantes en las Cortes, Parlamentos Autonómicos y
Ayuntamientos. Y no es una creencia basada en valores sino que, mientras no se
demuestre lo contrario, es la constatación empírica de una voluntad expresada en
votos y cuantificada en representantes. Y por tanto, aun siendo tenidas en
cuenta y respetadas, ninguna asamblea, expresión o manifestación espontánea o
no, tiene más legitimidad que el voto de un ciudadano y las instituciones
representativas consecuencia de ese voto.
Desafortunadamente hay quien no
lo entiende, o quien lo entiende y no lo respeta. Lo lamentable es que haya
quien entendiéndolo y no respetándolo, pretenda subvertirlo sobre falsos
pretextos.
Aunque ese movimiento no goza de
la fuerza y aceptación que en sus orígenes, parte del mismo sigue presente y se
ha radicalizado. Y sin negar que se estén produciendo ajustes que afectan a la
vida de las personas, las reformas de nuestro sistema impositivo, la reducción
del gasto, los ajustes en servicios sociales no esenciales, pretenden utilizar
esos ajustes como excusa para radicalizarse aún más. A la vuelta de la esquina
tenemos lo que llaman “25S Ocupa el Congreso”. Es más de lo mismo pero ya sin
caretas, alimentado y jaleado por aquellos que incitan a deslegitimar a los legítimos
representantes de los ciudadanos. Últimamente parece que a algunos bienpensantes
de la progresía española les ha entrado el vértigo porque a esa radicalidad
protagonizada por extrema izquierda, se les están uniendo algunos sectores
desde el extremo opuesto. Ellos tratan de diferenciarlo, pero es lo mismo.
Extremistas y radicales haciendo
uso de las más elementales técnicas de populismo pretenden aprovecharse de un cierto
descontento ciudadano (legítimo descontento) por la situación actual. Antisistemas
que se llenan la boca hablando de democracia y pretenden acabar con el 100% de
nuestro sistema elegido, este sí, de manera libre y democrática por los
ciudadanos (no es una opinión, basta con leer sus manifiestos). Y altavoces
mediáticos que repentinamente muestran una supuesta preocupación por la salud
del sistema o por el estado del enfermo en pleno proceso de quimio, mientras
callaban cuando no aplaudían, en los años en los que el paciente iba agravando
la enfermedad.
Sin duda quienes tenemos
responsabilidades políticas, partidos y gobiernos, anteriores y actuales,
tenemos nuestra cuota de responsabilidad. No creo que nadie la niegue. Y si
toca defender las bases de nuestra democracia, y hacer un esfuerzo pedagógico y
explicativo de la actual situación, de las reformas y de las consecuencias de
no llevarlas a cabo, sin duda habrá que
hacerlo. Pero flaco favor hacen a la democracia que dicen defender quienes,
desde dentro o fuera de la política, promueven, justifican y apoyan movimientos
carentes de legitmidad, que se esconden en el anonimato de las redes y que
claramente tienen como objetivo acabar con la democracia que tanto costó
conseguir a generaciones anteriores.
Vivimos en una democracia, que
como se dice es el mejor sistema dentro de todos los imperfectos sistemas
políticos. Pero es una democracia, real, consolidada, libre y basada en la ley.
Algo, afortunadamente, muy diferente a lo que vemos en Oriente Medio. Ante la
pretendida voluntad de algunos de calentar un otoño, bajo la excusa de legítimas
protestas o descontentos por la situación económica y las medidas que el Gobierno
se ve obligado a tomar, conviene no olvidarlo.
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